martes, 24 de noviembre de 2009

CÁLCULO ELEMENTAL




Este relato se basa en un precioso enigma a cuyo autor, por desconocer de quién se trata, admiro en abstracto desde hace años. Tal como llegó a mí, sólo contiene la contraseña de los tres primeros mafiosos y acaba con la muerte de un único detective. Los pocos elementos de alguna relevancia que yo he añadido, aparte de la forma pretendidamente literaria, son la cuarta contraseña, la prima ayudante, las dos contraseñas siguientes en la noche de la detención y el final feliz. Como en realidad no se trata nada más que de una acumulación de pistas, recomiendo al verdadero amante de los enigmas que no comience a leer la parte II. En la parte I se encuentra todo lo necesario para la resolución del caso. Incluso lo que queda de este prólogo puede facilitar indebidamente la búsqueda de la clave. Si la lectura del texto completo produce al amante de los enigmas algún tipo de desilusión, no diga después que no fue advertido.
Personalmente, traté de resolverlo durante toda una mañana y me tumbé a echar la siesta con el dichoso enigma en la cabeza. Al despertar encajaron las pequeñas piezas y realmente, como a la protagonista, me embargó una oleada de placer que me hizo reír a carcajadas.
No puedo dejar de resaltar, en este preludio innecesario, que el relato tal como está concebido tiene que desarrollarse por fuerza en España o en algún país hispanoamericano. Estoy seguro de que difícilmente triunfará más allá de nuestras fronteras, dada su casi imposible traducción a otros idiomas. Con tal argumento me consuelo de la dudosa calidad de mi literatura.


I

Espaciadas a lo largo de poco más de cinco minutos sonaron las treinta y seis campanadas de la medianoche en los tres campanarios distintos del barrio colindante con el Polígono Industrial.
En la acera opuesta a la entrada de una enorme nave, el internacionalmente conocido Detective y Doctor en Matemáticas Otilio de la Hoz y del Bosque y su pariente y habitual colaboradora, la Profesora Elisa de la Hoz y del Campo, Filóloga experta en Grafología, esperaban ocultos tras un bloque de contenedores, rebosantes unos y rebosados los otros, la llegada de los miembros de un siniestro congreso. Junto a la puerta de la nave se apostaba un solitario matón, armado sin duda, según se deducía de lo abultado del costado de su enorme chaqueta de lana casi virgen.
Sólo hacía unas horas que el matemático y la filóloga habían recibido el soplo fidedigno de que esa misma madrugada, en el almacén de uno de los desguaces ubicados en el Polígono, habría de tener lugar el primero de una serie de encuentros entre los principales mafiosos y jefes de bandas criminales de la ciudad. Albergaban éstos la sana y sentimental intención de conocerse personalmente y de iniciar, al estilo de los viejos tiempos, una nueva etapa de colaboración entre ellos.
De la Hoz había puesto al corriente al Cuerpo de Policía, y había diseñado una estrategia que permitiría dar el más sonado de los golpes al delito organizado antes de que terminara de organizarse. Había previsto que los mafiosos, dado que el primer objetivo de la reunión era conocerse, habrían dispuesto algún modo de identificación para acceder al cónclave. Y dada la renuencia de tales personajes a llevar encima cualquier papel que pudiese identificarlos, albergaba fundadas esperanzas en que habrían establecido previamente algún sistema oral de santo y seña que sirviera a los efectos sin compromiso documental para ninguno de ellos.
Puesto que los participantes, como era de esperar, no habrían de llegar todos juntos, sino de forma escalonada, el programa de los primos de la Hoz consistía en espiar ocultos hasta descubrir la contraseña, y una vez descubierta, hacer uso de ella para infiltrarse en la reunión y detenerlos desde dentro. Como medida de seguridad cada uno llevaba el móvil en el bolsillo, preparado para que la policía recibiese un mensaje de auxilio con sólo pulsar un botón. Dieciséis policías de paisano esperaban listos para intervenir y camuflados de distintos modos en las dos calles paralelas.
El Detective habría preferido que su pariente y colaboradora se hubiese quedado en casa, pero había sido imposible convencerla. Ella era, sin duda, una notable mujer de acción, y desde el principio tomó la determinación de actuar junto a él codo con codo. Había sido preciso reconocer que, si conseguían infiltrarse los dos gracias a la contraseña, se duplicarían las posibilidades de éxito de la operación.
Después de tanta campanada, la fiesta no tardó en comenzar.
Apenas hubo sonado el primero de los cuartos en el segundo de los campanarios, un discreto vehículo se detuvo ante la puerta del almacén. Bajó de él una mujer gruesa, de unos sesenta años, y el coche se alejó. La mujer se acercó hasta el matón y éste, sin mediar ninguna otra palabra, dijo:
- Ocho.
- Cuatro –respondió la mujer. El esbirro abrió la puerta y la mujer se introdujo en la nave sin mayor dilación.
No se habían complicado la vida, confiados en que la reunión se mantenía en absoluto secreto. Sin embargo, convenía asegurarse y los primos De la Hoz convinieron en que era mejor confirmar la información descubierta.
Diez minutos después se acercó andando un anciano de aspecto escuálido y pulcramente vestido de traje gris. Todo fue igual de rápido, aunque con una ligera variante:
-Catorce -dijo el portero.
Y el nuevo mafioso replicó:
-Siete.
El asunto volvía a parecerles evidente, pero como la contraseña había cambiado, decidieron aguardar un poco más.
Otra mujer, algo más joven que la anterior y de bastante buen ver, fue la siguiente.
-Dieciocho.
-Nueve.
Y entró. Apenas podían caber dudas ya acerca del mecanismo de la contraseña. Bastante primitivo, apreciaron por separado Elisa y Otilio.
No tardó en aparecer un cuarto mafioso, un gigantón de casi dos metros de altura y otro tanto de espalda.
-Veinticuatro -propuso el portero.
-Doce -fue la esperada respuesta.
No merecía la pena seguir observando. La clave estaba tan clara como el agua. Elisa decidió ser la primera en entrar.
-¿Estás segura de haber comprendido el mecanismo de la contraseña? –susurró Otilio a su compañera.
-No me tomes por idiota, querido. Es elemental.
Y la grafóloga, tras dar un rodeo por los callejones traseros hasta aparecer por el principio de la calle del almacén, se dirigió hacia el portero con absoluta determinación.
-Veintiocho –propuso éste.
Y ella contestó con aplomo:
-Catorce.
Entonces, el Detective Otilio, abandonando su posición tras los contenedores, gritó a todo pulmón:
-¡No!
Fue demasiado tarde. Antes de que asomase la cabeza, antes de que su grito resonase en la noche, el matón había sacado su pistola y disparado al pecho de Elisa de la Hoz y del Campo. Una bala ominosa y silenciada que se alojó mortífera en su pulmón derecho.
El asesino desapareció dentro de la nave mientras Otilio, tras pulsar como un resorte el botón de su móvil, corrió hasta la figura tendida y sangrante de Elisa.
Cuando llegó la policía, no quedaba nadie dentro del almacén.

II

Por fortuna, la bala, benevolente como si de un relato policial se tratase, no alcanzó a dañar ningún centro vital de Elisa de la Hoz.
Dos semanas después de su fallido intento, se repitieron los hechos en otro local y en esta ocasión el detective consiguió infiltrarse y la operación fue un éxito casi total: sólo el escuálido anciano de traje gris logró escapa al rigor de la justicia con el inesperado recurso de un oportuno infarto de miocardio.
De visita en el hospital, Otilio refería los pormenores de la detención a su querida prima, ya fuera de peligro y bastante repuesta.
-¿La contraseña era la misma? –no pudo menos que preguntar Elisa.
-Por supuesto. Recuerdo exactamente los números: primero, doce. La respuesta, cuatro. Después, treinta y seis, la respuesta, doce...
-¡Pero entonces sí cambiaron la clave, Otilio! La respuesta se corresponde con el resultado de dividir entre tres, mientras que la primera noche la clave estaba en dividir entre dos. Me sorprende que pases por alto este hecho.
-Aún sigues insistiendo en lo que casi te cuesta la vida, amiga mía. La clave para responder al matón no estaba en dividir por nada. Y fue exactamente la misma ambas noches. La primera noche dividiste entre dos, por eso al escuchar veintiocho y contestar catorce fuiste descubierta. ¡La respuesta correcta era diez! Creí que lo habías comprendido, ya que el asunto estaba tan próximo a tu especialidad como a la mía. Ahora no puedes imaginar cuánto lo lamento.
La segunda noche, de haber dividido entre tres, cuando el matón me dijo cuarenta y dos yo hubiera respondido igualmente catorce. Obviamente, no lo hice. En cambio, di la contraseña correcta: doce. Se trataba de una operación matemática, es cierto, pero mucho más... elemental, querida prima.
-Sigo sin entender. ¿Qué operación matemática más sencilla que dividir por dos? ¿Multiplicar? Tendría que haber multiplicado por un medio, que a la postre es el equivalente a dividir entre dos. ¿Restar? Imposible. Si se hubiese tratado de restar un número fijo, las diferencias no habrían aumentado a medida que aumentaba el número propuesto por el portero. Sumar... tendrían que sumarse números negativos, lo que equivaldría a restar. No existe ya ninguna operación más simple...
-Sí existe una operación aún más simple, querida, la primera operación matemática que aprendemos de niños, la única en realidad.
Esperó una luz en los ojos de Elisa, pero era evidente que ésta seguía sin comprender.
– Contar- declaró Otilio por fin - contar es esa operación elemental.
Elisa trató en vano de asimilar lo que se le acababa de revelar.
- Contar... ¿contar qué? ¿Árboles, mafiosos, piedras, bombillas...?
- No seas absurda, Elisa. Ya te dije que la clave estaba tan cerca de tu especialidad como de la mía. Un matemático trabaja con cuentas. Todas las ecuaciones, potencias, logaritmos... se reducen finalmente a esa sencilla operación de contar. ¿Qué es lo más sencillo con lo que trabaja una grafóloga? ¿Qué es lo más elemental que observa y analiza? ¿Con qué herramientas básicas redacta sus conclusiones?
En la mente de Elisa el tiempo se detuvo por un instante. Y la luz se hizo. No pudo reprimir una carcajada; comprender, como siempre, resultaba un acto sumamente placentero. Su primo la observaba complacido, feliz de que una ráfaga de buen y rosado color apuntase tímidamente en su demacrado rostro.
-Tuve que imaginarlo –acertó a decir ella, casi a modo de disculpa. –Si no lo he comprendido antes, ha sido por no escuchar tus palabras al pie de la letra.
-Tú lo has dicho: al pie de la letra. Elemental, querida Elisa. Lo más elemental.


Elías Hacha

domingo, 22 de noviembre de 2009

Yehá, un personaje popular

Una historia de Yehá

Yehá es un personaje popular que forma parte del imaginario islámico. Sus historias circulan por todo el mundo árabe desde Irán a Marruecos. Provisto de una sabiduría socarrona, se cuentan de él innumerables historias. Sirva la siguiente como pequeño botón de muestra:

Un día, siendo Yehá aún un niño, su madre tuvo que marchar a una boda. Antes de partir le encomendó a su hijo que cuidara muy bien la puerta de la casa.

Yehá se sentó en el suelo y permaneció así mucho tiempo. Pero como se aburría, sacó la puerta de sus goznes, la cargó sobre sus espaldas y se fue a jugar con sus amigos.

Durante su ausencia entraron unos ladrones en la casa y la desvalijaron. Cuando regresó la madre y comprobó el robo, presa de la irritación comenzó a reñir a Yehá, que regresaba en ese momento cargado con la puerta:

- ¡Mal hijo! ¡¿No te dije que cuidaras la puerta de la casa?!

Yehá sorprendido contestó:

- ¡¿Por qué reprochas mi conducta madre?! Me dijiste que guardase la puerta y así lo he hecho. Aquí está. ¡Si me hubieses encargado cuidar de la casa, también lo hubiera hecho!

viernes, 13 de noviembre de 2009

Ya que llevamos el nombre de Rodrigo Caro...


Canción a las ruinas de Itálica

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.
Aquí de Cipión la vencedora
colonia fue; por tierra derribado
yace el temido honor de la espantosa
muralla, y lastimosa
reliquia es solamente
de su invencible gente.
Sólo quedan memorias funerales
donde erraron ya sombras de alto ejemplo
este llano fue plaza, allí fue templo;
de todo apenas quedan las señales.
Del gimnasio y las termas regaladas
leves vuelas cenizas desdichadas;
las torres que desprecio al aire fueron
a su gran pesadumbre se rindieron.
Este despedazado anfiteatro,
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago,
ya reducido a trágico teatro,
¡oh fábula del tiempo, representa
cuánta fue su grandeza y es su estrago!
¿Cómo en el cerco vago
de su desierta arena
el gran pueblo no suena?
¿Dónde, pues fieras hay, está, el desnudo
luchador? ¿Dónde está el atleta fuerte?
Todo desapareció, cambió la suerte
voces alegres en silencio mudo;
mas aun el tiempo da en estos despojos
espectáculos fieros a los ojos,
y miran tan confusos lo presente,
que voces de dolor el alma siente,
Aquí nació aquel rayo de la guerra,
gran padre de la patria, honor de España,
pío, felice, triunfador Trajano,
ante quien muda se postró la tierra
que ve del sol la cuna y la que baña
el mar, también vencido, gaditano.
Aquí de Elio Adriano,
de Teodosio divino,
de Silo peregrino,
rodaron de marfil y oro las cunas;
aquí, ya de laurel, ya de jazmines,
coronados los vieron los jardines,
que ahora son zarzales y lagunas.
La casa para el César fabricada
¡ay!, yace de lagartos vil morada;
casas, jardines, césares murieron,
y aun las piedras que de ellos se escribieron.

Fabio, si tú no lloras, pon atenta
la vista en luengas calles destruidas;
mira mármoles y arcos destrozados,
mira estatuas soberbias que violenta
Némesis derribó, yacer tendidas,
y ya en alto silencio sepultados
sus dueños celebrados.
Así a Troya figuro,
así a su antiguo muro,
y a ti, Roma, a quien queda el nombre apenas,
¡oh patria de los dioses y los reyes!
Y a ti, a quien no valieron justas leyes,
fábrica de Minerva, sabia Atenas,
emulación ayer de las edades,
hoy cenizas, hoy vastas soledades,
que no os respetó el hado, no la muerte,
¡ay!, ni por sabia a ti, ni a ti por fuerte.
Mas ¿para qué la mente se derrama
en buscar al dolor nuevo argumento?
Basta ejemplo menor, basta el presente,
que aún se ve el humo aquí, se ve la llama,
aun se oyen llantos hoy, hoy ronco acento;
tal genio o religión fuerza la mente
de la vecina gente,
que refiere admirada
que en la noche callada
una voz triste se oye que llorando,
«Cayó Itálica», dice, y lastimosa,
eco reclama «Itálica» en la hojosa
selva que se le opone, resonando
«Itálica», y el claro nombre oído
de Itálica, renuevan el gemido
mil sombras nobles de su gran ruina:
¡tanto aún la plebe a sentimiento inclina!
Esta corta piedad que, agradecido
huésped, a tus sagrados manes debo,
les do y consagro, Itálica famosa.
Tú, si llorosa don han admitido
las ingratas cenizas, de que llevo
dulce noticia asaz, si lastimosa,
permíteme, piadosa
usura a tierno llanto,
que vea el cuerpo santo
de Geroncio, tu mártir y prelado.
Muestra de su sepulcro algunas señas,
y cavaré con lágrimas las peñas
que ocultan su sarcófago sagrado;
pero mal pido el único consuelo
de todo el bien que airado quitó el cielo
¡Goza en las tuyas sus reliquias bellas
para envidia del mundo y sus estrellas!